sábado, 28 de diciembre de 2013
Trabajar.
Sólo hay que trabajar. Lo demás vendrá por si sólo, o no vendrá. Lo demás no es importante, no es la meta. La meta es el trabajo. Y el trabajo dará resultados. ¿Qué resultados? Ya se verá.
La dificultad de poner en práctica la simple palabra "trabajo" radica en el atractivo de todo aquello que me aleja del trabajo: poner la lavadora, tomar un café, organizar el escritorio, preparar la cena, ir al supermercado, ver una serie, llamar a una amiga... trescientas posibilidades que ponen pausa al trabajo y lo dejan para "más tarde".
Decir "más tarde" es como decir "nunca".
La mayor de las excusas: el trabajo con o para los otros. Una amiga llama y propone un proyecto: automáticamente me convierto en la productora, correctora y promotora total de su proyecto; un conocido llama y plantea una duda: yo dedico días enteros a proponerle posibles soluciones; alguien necesita una mano, un consejo, un apoyo, una clase, un... cualquier cosa: yo trabajo con todas mis fuerzas para lograr la solución. Es decir que si trabajo, ¡qué alivio!
Y es que trabajar para los otros es más fácil. No implica el encuentro con uno mismo. No implica preguntas existenciales. No implica angustia. Y sí implica un montón de satisfacciones: agradecimientos, reconocimientos... ser necesitada en otro lugar que no es este lugar dentro de mí.
Las redes sociales están abarrotadas de fotografías de paisajes que repiten frases como "El momento es hoy" "No dejes para mañana..." "Piensa que hoy es tu último día" "Hay que dejar de decir y empezar a actuar", etc., etc. Y es que es más fácil publicarlas en la web que empezar a poner las frases en práctica.
Dejar de pensar que el feriado, el almuerzo, las elecciones, la reunión de compañeros, el estreno de la película, la fecha límite para declarar impuestos, el mal clima y los otros van en primer lugar. Poner el trabajo en primer lugar, como forma de ponerse a uno mismo en primer lugar.
Para entonces, con trabajo realizado y satisfacción en mano, encontrarme con los otros.
jueves, 26 de diciembre de 2013

LA TURISTA
Hablamos del cambio como algo que constantemente deseamos que suceda.
Sin embargo, encontrarse frente al cambio asusta, porque implica salir de la estabilidad. Y la estabilidad es como un chaleco salvavidas al que nos agarramos con fuerza. Yo lo he hecho.
La estabilidad puede venir en diversos envases: una casa, un trabajo, una cotidianidad. Un lugar donde tomamos el café o un objeto que acabamos de comprar.
El cambio llega y ninguno de estos envases se encuentra ya disponible.
El cambio implica movimiento y abre la pregunta: ¿Dónde establezco ahora esa estabilidad?
En mi cuerpo, mis pensamientos, mis acciones.
Establecer la estabilidad en este espacio llamado cuerpo es más complicado que establecerla en agentes externos. Establecerla en condiciones cambiantes, en idiomas, sabores y calles que continúan cambiando es complicado. Dejar atrás los objetos amados -¿se ama a un objeto? me pregunto ahora- y prescindir de aquello que creíamos nos proveía de estabilidad... es complicado.
Verse obligada al auto-encuentro. Voilà, he aquí la persona que usted ha venido esquivando durante tantos años: usted misma. Esperamos que sean buenas amigas.
¿A dónde ir, a dónde llevar a esta turista que me suena familiar? ¿Qué hacer con ella?
De momento: llevarla a pasear, a oler, a probar, a escuchar. A que tome fotos y retome el diario. Y poco a poco ir conociéndola y preguntarle: Si hoy pudieras elegir qué hacer con tu vida ¿qué harías?
Y escucharla con atención para ver si responde cosas que nunca habrías imaginado.
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